Acrílico sobre tela, 150 x 120 cm.
Las montañas se dibujan apenas en el horizonte, difusas entre brumas que descienden. La obra traza un recorrido que es también humano: del anhelo lejano a la claridad presente, y de ahí a la inevitable disolución. Es un recordatorio de que toda forma, por sólida que parezca, termina cediendo; que todo aquello que somos viaja, tarde o temprano, entre nube y cauce.
El texto que se inscribe sobre la pintura —“Fluir como nube. Ceder como río. Trascender como aliento.”— no está ahí para ser leído de inmediato, sino para ser descubierto. En su parcial invisibilidad, las palabras se comportan como parte del paisaje: emergen y se disuelven según la luz y la distancia del observador. Esa ambigüedad visual refuerza la idea central de la obra, donde todo se transforma y se funde, donde el significado no se impone, sino que se intuye. La frase no busca nombrar el mundo, sino acompañar el flujo mismo de la pintura: un susurro que invita a detenerse, mirar más despacio y percibir cómo la materia pictórica y la palabra comparten un mismo gesto de tránsito y disolución.